Por Andrés Olivera
Cuando todavía se debatía acerca de la participación electoral que tendría la actual vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, el dirigente gremial que conduce la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), Juan Grabois, se defendía de las acusaciones en su contra por haber sido crítico de la corrupción en la era kirchnerista excluyendo a Cristina de cualquier responsabilidad. “Hubo corrupción y los funcionarios que
incurrieron en un delito están presos o a disposición de la justicia.
Pero eso no convierte a Cristina en jefa de una banda y ninguna de las cosas que motorizan desde los medios. Yo le creo”. En otras declaraciones el titular de la CTEP también dijo que “la justicia es para todos o para ninguno. Si Cristina tiene que ir presa entonces todos los políticos deben correr la misma suerte. Porque la corrupción es transversal a la política”.
Lo que dice Grabois en relación a la justicia es cierto. Y nos invita a reflexionar acerca de la intervención del Poder Ejecutivo sobre el poder judicial. Ejemplos sobran.
En las últimas semanas hemos visto cómo a partir de los recursos de amparo que presentaron algunos políticos detenidos por los riesgos de contagio de coronavirus en las cárceles, fueron beneficiados con la prisión domiciliaria el ex vicepresidente Amado Boudou y el líder piquetero Luis D´elía. Antes ya habían gozado de ese mismo beneficio, pero por otras razones, el ex ministro de Planificación Julio De Vido y el entonces subsecretario de Coordinación de Planificación Federal, Roberto Baratta. Sus liberaciones se dieron apenas días después de asumir el nuevo gobierno de Alberto Fernández, lo que obviamente se interpretó como un gesto rápido de la justicia hacia el cambio de mando en el Poder Ejecutivo.
En los últimos días, esta discusión se reeditó con fuerza a partir del levantamiento de los presos en distintos penales del país pidiendo igualdad ante los peligros del coronavirus. Principalmente, los beneficios de la prisión domiciliaria que, según el criterio que se aplicó en los casos ya mencionados, deberían gozar cientos de reclusos en situación procesal parecida, sobre todo por tratarse del grupo considerado de riesgo ante el COVID-19. El problema es que
algunos jueces garantistas aprovecharon el envión para intentar sacar presos sobre los cuales pesan delitos graves como violaciones o asesinatos, entre otros.
Desde la justicia se esgrimió un argumento poco convincente; no hay suficientes tobilleras electrónicas para satisfacer esa demanda. La pregunta, en todo caso, es por qué se prioriza a los denominados presos vip, si todos somos iguales ante la ley. Todos o ninguno, diría Grabois.
La respuesta es siempre la misma, la intervención de la política. Así como en tiempos de Mauricio Macri hubo una lluvia de prisiones preventivas a ex funcionarios kirchneristas acusados de corrupción, en su mayoría sin ajustarse a derecho, ahora –y a pesar de las promesas del presidente Alberto Fernández de no influir sobre las decisiones de la justicia- es evidente y público el condicionamiento que muchos integrantes del gobierno ejercen sobre el poder judicial, sin descontar la reforma que propuso el propio jefe de Estado para licuar el poder de Comodoro Py, donde se centralizan las causas que inquietan a Cristina y a su entorno.
No hace falta irse muy lejos en el tiempo para evidenciar la presión política sobre la justicia. Hace pocos días el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla, pidió que al ex secretario de Transporte Ricardo Jaime -ya con sentencia firme por la tragedia de once- le otorguen la prisión domiciliaria.
En definitiva, no se trata de un problema atribuible a un partido político ni a un gobierno en particular, sino más bien a una decisión política del sistema todo. Está claro que, mientras se vulneren los derechos básicos de una importante franja de la sociedad, sin el funcionamiento independiente y autárquico de cada uno de los poderes del Estado, seguiremos cultivando una “democracia boba”.